señor, señor

domingo, 3 de julio de 2022

El color del cristal con que se mira

Durante algunos años tuve la oportunidad de trabajar con peques de tres a cinco años en un momento de mi vida complicado. Y me hicieron reflexionar mucho.

Hay una honestidad en ellos más allá, que el filtro de la persona adulta no percibe. A los más pequeños, les enseñamos a manejar la realidad con educación y respeto. No se llama gorda a una señora. Se piensa, pero no se dice porque las palabras hacen daño. No se dice feo a un señor, aunque tus ojos te certifiquen esa realidad. Igualmente duele que te digan algo así. Pero si una amiga te pregunta si te gusta su nuevo peinado y dices que sí, aun pensando que no, por no herir sus sentimientos, estás mintiendo. Por eso es tan importante el uso correcto del lenguaje: <<no me entusiasma tu peinado, pero lo importante es que te guste a ti>> podría ser un modo de no herir y no mentir. Hay una línea muy fina entre la mentira y la verdad disfrazada.

A determinadas edades cuesta entender que haya que disfrazar la verdad con palabras y, en ocasiones, ocultarla, por eso es importante trabajar los sentimientos y la empatía. En adultos, la cuestión se complica. Cuando la verdad es difícil de asimilar, tendemos a ocultarla, dejarla detrás o ignorar que existe. A veces la realidad duele y si la disfrazas u ocultas, sigues con tu vida y aquí no ha pasado nada. Pero la verdad siempre queda ahí cuando te miras al espejo. La verdad y la honestidad son primas. Ser honesto tiene muchos matices (los que le da el lenguaje), pero la verdad es la que es, y a veces entra en conflicto con la necesidad de ser honesto.

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En mi opinión, la honestidad tiene su doble cara, pero la prefiero. Ser honesto a veces duele a ti o a otros. Reconocer la verdad en ocasiones es duro. A veces incluso parece una misión suicida. Y pienso en eso que tantas veces me decía mi padre: poner el corazón antes que la razón. Pero a veces no conduce a buen puerto, porque crea la dificultad de tener que lidiar con que la razón sea tu "Pepito Grillo" diario. El mío no se calla. Y como decía Javier Megías en su blog "¿Por qué necesitas un "Pepito Grillo" en tu empresa?, tiene "licencia para disentir". Detener la realidad para que no ocurra, apartar las dificultades y sostenerlas detrás como si nunca hubiesen ocurrido, no es forma. Y es una tendencia más habitual en adultos de lo que me imaginaba.
 
Creo que aceptar los errores y afrontar la realidad con la crudeza que nos golpea, no es un rasgo distintivo del ser humano adulto. En mi caso, hablar del tiempo y divagar con toda suerte de temas anodinos, llenaba el ambiente pesado de cuestiones insustanciales, restando importancia a la realidad incómoda. Y de alguna forma siempre he sentido que aquel no era el camino, y como guijarro incrustado en el calcetín, paseaba la cruda realidad ante los ojos ya irritados. No. No todo vale. Quizás por eso soy incómoda. Pero esa inconveniencia me ayuda a mantener los pies en el suelo.
 
En casos de conflicto entre menores, las personas adultas intervienen. Hacen reflexionar a los niños y niñas y se termina resolviendo el problema. Ese acto de ver con claridad la verdad, asumirla, y tomar responsabilidad, es lo que practicamos con los más pequeños. En el caso de los adultos, se llama arbitraje, coaching, psicología familiar o de pareja e incluso se llega al juicio. Nos pasamos la vida haciendo reflexionar a los más pequeños y olvidamos las herramientas para hacerlo nosotros cuando llega el momento. En la mayor parte de los conflictos entre adultos lo que pasa es que nos negamos a reconocer la verdad y queremos arrastrarla a nuestro terreno, como si pudiésemos pintar las circunstancias a nuestro antojo. 
 
Cuando hay una verdad incómoda y contundente, la terquedad se une al plan o quizás la tenacidad. En cualquier caso, las practico de forma habitual, lo confieso. A veces viene bien y otras no tanto. Insisto. Y la insistencia también irrita. Así, con el ánimo irritado, la verdad en la mano, la insistencia desvaneciéndose, la palabra ya maltrecha, y el tiempo cobrando su deuda, casi siempre se emborrona el sentido de todo. El enfado, deja paso a la frustración, después a la tristeza y en último caso llega el olvido. La ausencia de emociones impuesta. Lo demás se va difuminando con el tiempo y el silencio. El silencio es el que más me suele incomodar, porque me vacía. No me vale hablar de las flores y las mariposas, del tiempo o el fútbol. O callar. No se puede allanar un camino que está lleno de piedras con más piedras. Los niños y niñas hablan. Manifiestan su malestar enfado, frustración o dolor. Les enseñamos que es fundamental expresar lo que sienten. Identificar sus emociones para lidiar con ellas de forma adecuada. De adultos, se nos olvidan o las escondemos. Quizás porque la realidad es más compleja o porque la complicamos.

Hace tiempo resolví dejar de sentir vergüenza y miedo a equivocarme (aunque a veces no me funciona), pese a que siempre he visto cómo se recogía y se hacía desaparecer lo incómodo en el rincón oscuro de "aquí no ha pasado nada". Como si fuera parte de un libro prohibido que se oculta en el sótano. Esconderlo no le quita protagonismo. No asumirlo tampoco lo hace invisible. Así que lo saco a pasear conmigo y le invito a marcharse tras una buena taza de café con un bizcocho de la próxima vez lo haré mejor. Cuesta, pero calla a mi Pepito Grillo. Y nadie es perfecto. Nadie. 
 
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En casi toda familia hay un Prohibitorum. Un listado de libros/temas prohibidos de los que no se debe hablar en público. Se esconde el malestar en el ático o sótano y se discute o habla sólo en petit comité. En algunos casos lo clasificamos como libro herético para proteger la moral familiar y disfrutar de la aparente normalidad y no se vuelve a mencionar. El plan es fingir que aquí no ha pasado nada y seguimos con la nueva normalidad. Me hizo gracia ese concepto, porque para mí es antagónico. Lo normal es lo habitual. Si no es así, es otra situación que con el tiempo llega a normalizarse, pero ese tiempo impide que sea nueva la normalidad. Pero aquí lo importante es que cuando las cosas se hacen mal, hay que reconocerlas, pedir disculpas y arreglarlo. Es lección básica que se enseña a los niños y niñas cuando hay algún conflicto. Parece que los adultos tendemos a olvidar este principio. 

Tirar la piedra y esconder la mano no es sólo un juego de niños. Algunas personas incluso van tejiendo una madeja de irrealidades para proteger su conciencia o su estatus. Y lo más interesante es que hablan con tal convicción sobre la realidad ficticia que han creado, que se lo llegan a creer y hasta se les compra su discurso y se cree a pies juntillas. Para que se entienda, esta situación suele darse mucho en política. Debe ser que mi formación periodística me obliga a tratar de ver todas las perspectivas y analizarlas, para sacar mi propia conclusión. La verdad tiene mucho peso para mí, pero para obtenerla, hay que leer bien los mensajes, buscar la verdad en el rincón más escondido, y tener pensamiento libre.

Alguien me dijo que la familia es lo más importante y que los amigos van y vienen. No veo a las personas por estamentos sociales. Veo simplemente personas. Y los sentimientos se tienen hacia las personas, no hacia lo que representan socialmente. El amor, el cariño, la amistad, los vínculos, los recuerdos no se pueden borrar con cinta correctora, aunque el tiempo hace mella en todo. El tiempo y la falta de honestidad. Cada persona tiene sus principios. Puedo ser honesta y provocar daño, pero sé pedir perdón y lo prefiero a vivir con la mentira o una falsa realidad para proteger mi propio culo. Perdonad la expresión, pero el egoísmo es una propiedad del ser humano que no termino de digerir bien. 
 
Los niños y niñas a ciertas edades se convierten en registradores de la propiedad. Esto es mío. De repente, los adultos exigimos que se comparta todo, cuando nosotros no somos capaces de hacerlo en innumerables ocasiones. Y enseñamos que todo se comparte, cuando la realidad es que no. Está en mi mano y es mío. Aquí los mayores, razonamos artísticamente para que el objeto preciado se devuelva al dueño original y, en su lugar, se pida usando las palabras correctas. Y contemplamos con gran satisfacción que se haga por haber enseñado una lección útil. ¿Hacemos lo mismo de adultos?
 
Se enseña empatía, cuando en muchos casos, los adultos no somos capaces de ponernos en la situación de los demás. Ante un conflicto en el que se hiere a otro, se hace que los niños y las niñas pidan disculpas y reconozcan lo sucedido, porque es lo correcto. Los adultos perdemos esa corrección y muchas veces se provoca un silencio para invitar al olvido, porque no podemos anclarnos en el pasado. Cierto, no se puede llevar a las espaldas los conflictos inacabados, pero no se puede exigir un perdón que no ha ocurrido o una normalidad inexistente. Educamos a los menores en valores que nosotros olvidamos. La enseñanza requiere ejemplo. No puedes enseñar flexibilidad siendo inflexible, honestidad siendo deshonesto o solidario no compartiendo. 

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Nada es verdad ni mentira, todo depende del color del cristal con que se mira. Frase que he escuchado muchas veces y con la que no termino de congeniar. Como periodista, la verdad es la que es. Llena de preguntas que responder: quién, qué, cuándo, dónde, por qué y cómo. Sólo así puedo entender la realidad. Puede haber varias respuestas a una pregunta, pero lo más ajustado a la verdad siempre sale. Si la miras con el cristal de tu único interés, la verdad se retuerce. Así que el color del cristal es la respuesta a esas preguntas, asumiendo que puede no gustarte el resultado. Sólo así se obtiene la verdad. No será perfecta o la que quieres, pero es la verdad con la que lidias.

Debe ser difícil mirarse al espejo cuando te devuelve esa mirada de desaprobación que tratas de evitar. Estar a gusto consigo mismo es una tarea ardua, pero a la vez simple. Parece contradictorio, pero la complejidad del adulto es así. Creo que en el fondo sabemos lo que está bien y lo que está mal. Como enseñamos a nuestros peques. La complejidad que impone el adulto no es excusa para no afrontar la verdad. Por eso trabajar con niños y niñas te abre las puertas a una forma simple y clara de ver ciertos asuntos. 
 
Qué curiosa es la vida. Es como el mar. La marea te trae diferentes y variadas cosas. A veces son olas tan grandes que te dejan la boca llena de arena. Sin habla y con mal sabor de boca, te vas limpiando las partículas. En otras ocasiones te trae piedras planas donde pintar paisajes o lanzar para ver las ondas formarse. Quizás tesoros que admirar o simplemente disfrutar con el sonido calmado de las olas haciéndote cosquillas en los pies. Me gustaría que mis hijos tuviesen esa visión de la vida, porque nos encanta el mar, pese a que a veces, te da revolcones. Lo importante es que vivamos pudiendo mirarnos al espejo, conociendo nuestros defectos, asimilando nuestros errores, enmendándolos y reconociendo que no hay vida perfecta. El cristal debería ser transparente para todos. Si no lo hay uno a mano, busca uno que lo sea.